
Hay objetos que, sin necesidad de palabras, cuentan historias.
La cartera de caminos de la Guardia Civil es uno de ellos. No fue solo un accesorio de dotación; fue testigo silencioso de jornadas interminables, de caminos polvorientos, de lluvias persistentes y de la firme voluntad de servir. Para quienes la conocieron, como yo, que ingresé en el Cuerpo en 1974, representa mucho más que un trozo de cuero endurecido por el tiempo: es un símbolo de una época, de una forma de entender el servicio público, de una Guardia Civil cercana, austera y comprometida.
Aunque mi promoción fue la primera en no recibirla como dotación reglamentaria, la cartera me acompañó desde mucho antes. La recuerdo colgada del hombro de mi padre, veterano del Cuerpo, mientras patrullaba por veredas y aldeas. Aquella imagen, grabada con ternura y admiración, fue mi primer contacto con la vocación de servicio. La cartera no era solo su herramienta: era su compañera, su oficina portátil, su testigo fiel.
Históricamente, la cartera de caminos tiene raíces profundas. Aunque no aparece en la Cartilla del Duque de Ahumada de 1845, ya en 1886 la Gaceta de Madrid la incluye entre los pertrechos oficiales, junto al tintero. En 1922, la Cartilla de Uniformidad la describe con precisión: cuero negro, hebilla central, divisiones interiores para guardar pluma, tintero e impresos. Era el despacho ambulante del guardia, diseñado para que, en cualquier rincón del país, se pudiera levantar un atestado o redactar una denuncia con la solemnidad que exige la ley.
Pero más allá de su funcionalidad, la cartera encarnaba dos almas inseparables del guardia civil: la del agente que vela por el orden, y la del funcionario que deja constancia escrita de lo ocurrido. En muchos pueblos remotos, la única presencia del Estado era esa cartera colgada en bandolera, de la que salían partes de servicio, denuncias y oficios manuscritos. Era el puente entre la autoridad y la comunidad.
Con el paso del tiempo, la modernización fue relegando la cartera al recuerdo. El bolígrafo sustituyó a la plumilla, los impresos se mecanizaron, llegaron los vehículos con documentación a bordo y, más tarde, los sistemas informáticos. Hoy ya contamos con medios tecnológicos en los vehículos y con portátiles que permiten una gestión inmediata y digital de los atestados, denuncias y comunicaciones, marcando la distancia con aquellos tiempos en los que todo cabía en una simple cartera de cuero. En los años setenta, dejó de entregarse como dotación, aunque muchos veteranos siguieron llevándola durante algún tiempo con orgullo, como quien porta un emblema de identidad.
Hoy, la cartera de caminos sobrevive en vitrinas de museos, en colecciones privadas y, sobre todo, en la memoria de quienes la usaron o la vimos en servicio. Su cuero, marcado por la intemperie, habla de generaciones de guardias que escribieron la historia cotidiana del Cuerpo con pulso firme y vocación intacta.
Para mí, esa cartera representa un tiempo de sacrificio y cercanía. Un tiempo en el que el guardia llevaba al hombro no solo su arma y su uniforme, sino también el peso de la palabra escrita, de la ley y de la confianza de la gente. Fue el vínculo entre la presencia física del agente y la constancia documental de su autoridad. Un objeto humilde, sí, pero cargado de disciplina, deber y memoria.
Hoy, al verla en una fotografía o en una exposición, no puedo evitar sentir una punzada de nostalgia. Porque en esa cartera de caminos no solo cabían papeles y tinteros: cabía toda una forma de ser guardia civil.
José M. Corral Peón
Comandante (R) Guardia Civil









































































